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APRENDER A SER FIEL

 

 

 

Aprender a ser fiel.

La fidelidad a una persona, a un amor, a una vocación, es un camino en el que se alternan momentos de felicidad con periodos de oscuridad y duda. La Virgen María mantuvo su sí y nos invita a ser leales, viendo la mano de Dios también en aquello que no comprendemos. Editorial sobre la fidelidad.

Han transcurrido cuarenta días desde el nacimiento de Jesús, y la Sagrada Familia se pone en camino para cumplir cuanto está mandado por la Ley de Moisés: todo varón primogénito será consagrado al Señor[1]. La distancia de Belén a Jerusalén no es mucha, pero se necesitan varias horas para recorrerla a lomos de cabalgadura; una vez en la capital judía, María y José se dirigen al Templo. Antes de entrar, cumplirían con toda piedad los ritos de purificación; también comprarían, en uno de los negocios cercanos, la ofrenda prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Entonces, a través de las puertas de Hulda y de los monumentales pasillos subterráneos por los que transitaban los peregrinos, accederían a la gran explanada. No es difícil imaginar su emoción y recogimiento mientras se encaminan hacia el atrio de las mujeres.

Tal vez fue entonces cuando se les aproximó un hombre anciano. En su rostro se refleja el gozo. Simeón saluda con afecto a María y a José, y manifiesta el ansia con la que había esperado ese momento: es consciente de que sus días están llegando a su fin, pero sabe también –se lo ha revelado el Espíritu Santo
[2]– que no morirá sin haber visto al Redentor del mundo. Al verlos entrar, Dios le ha hecho reconocer en ese Niño al Santo de Dios. Con el lógico cuidado que la tierna edad de Jesús requiere, Simeón lo toma en brazos y eleva conmovido su oración: ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel[3]

Al final de su plegaria, Simeón se dirige especialmente a María, introduciendo, en aquel ambiente de luz y alegría, un atisbo de sombra. Sigue hablando de la redención, pero añade que Jesús será signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones, y dice a la Virgen: a tu misma alma la traspasará una espada[4]. Es la primera vez que alguien habla de ese modo. 
Hasta esta ocasión, todo -el anuncio del Arcángel Gabriel, las revelaciones a José, las palabras inspiradas de su prima Isabel y las de los pastores- había proclamado la alegría por el nacimiento de Jesús, Salvador del mundo. Simeón profetiza que María llevará en su vida el destino de su pueblo, y ocupará un papel de primer orden en la salvación. Ella acompañará a su Hijo, colocándose en el centro de la contradicción en la que los corazones de los hombres se manifestarán a favor o en contra de Jesús.



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